—¿A qué esperas?— A que el invierno pase. Este último se hizo largo, casi fijo, perpétuo, calando huesos y memoria. Un día, al despertar se me clavó el hielo en la espalda, a punzadas y trozos rotos, como si de repente aparecieran todas aquellas agujas perdidas que durante años busqué en aquel pajar, ese lugar seco, lleno de olvido y lamento. Sin apenas darme cuenta se me escapó el verano. Una mañana el cielo se volvió del revés, tuve que cerrar puertas y ventanas y aprender a caminar mirando hacia abajo, para no ver siempre llover. Hoy el frío ya no importa tanto, tengo cuero suficiente para cubrir todas las heridas que me quedaron. En mi retiro, aprendí a coser con palabras escritas en hojas blancas los remedios de las no pronunciadas. Porque hay muchas que son amargas, se clavan en la garganta como espinas de intenciones que se quedan amarradas, enterradas en ese bosque maldito de todas aquellas cosas que nunca nos dijimos, que nunca hicimos. —¿Cuándo va
Esa necesidad de que el alma hable, a veces susurrando, a veces chillando, pero necesidad a fin de cuentas, de expresarme, de sentirme, de vivirme, pero sobre todo, de salvarme.