Hay historias que perduran, ancladas en la arena de los recuerdos, hundidas en un mar de reproches que baten sus olas cual temporal de invierno. Y las dudas afloran con la marea baja. Y se encallan, y permanecen atadas al alma hasta el próximo día que salga el sol. Me perdí, lo reconozco. Me ahogué en mi propio vómito de culpas ajenas y excusas propias. Sin mirar, sin querer mirar, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha para no ver la tierra girar. En un mundo imaginado que quería pintar sin saber a penas dibujar. Nunca entendí los porqués, tampoco intenté hacer preguntas, con callar me bastó, para qué decir nada, ni más ni menos. A bocajarro disparé al destino, y herré el tiro. En un descuido me respondió la suerte, corriendo por patas, en la primera esquina que doblé, aprovechó y me perdió de vista. No soy nadie para suplicar reproches, ya ni las súplicas me hacen efecto. Gasté todas mis cartas en una partida amañada, y perdí. ¡Hay que ser mantas!
Esa necesidad de que el alma hable, a veces susurrando, a veces chillando, pero necesidad a fin de cuentas, de expresarme, de sentirme, de vivirme, pero sobre todo, de salvarme.