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Mañana será siempre III

    [2016, Soraya Benítez y Nuria Sobrino]

     El piso olía a pan tostado y a café recién hecho. Juan Pe esperaba ya sentado a la mesa en la cocina, mientras Patricia, su hermana, le daba la espalda, colocando en una bandeja de plástico tres tazas de café con leche, tres vasos de zumo de naranja exprimida y un plato llano, enorme, repleto de rebanadas de pan. ¡Nerea, el desayuno!, gritó llamando a su amiga, que abría y cerraba un cajón, una puerta, destapaba un bote, lo cerraba, corría las perchas en la barra del armario, sacaba una de ellas, volvía a colocarla en la barra y, por fin, salía de la habitación en la que dormía, con varios cuadernos bajo el brazo, el teléfono sujeto entre el hombro y la mejilla, y una expresión satisfecha en sus labios. Los dos hermanos la miraron extrañados y ella sonrió sin menguar el entusiasmo. Cogió el vaso de zumo, lo bebió de golpe. Después, pinzó con sus dedos una rebanada y volcó el aceite de oliva sobre ella, dibujando ondas finas y doradas.
― ¿Dónde vas con esa velocidad? ―le preguntó Patricia, todavía de pie, en pijama, con el pelo revuelto y los ojos legañosos.
― ¡Uf! Dejadme los platos, luego lo friego yo todo, ¿vale? Voy a revisar con Antonio unos textos para las próximas publicaciones, antes de pasarlos a maquetación. Tengo prisa. Está quedando genial. Ya os contaré con más detalle, ahora me voy corriendo ―terminó diciendo entre sorbos dados a su taza de café.
     Patricia no la entretuvo, solo le lanzó una manzana que Nerea rescató al vuelo. Juan Pe se despidió de ella alzando el pulgar en señal de aprobación. Después, continuaron desayunando con parsimonia, porque él no entraba a trabajar hasta las doce y ella tenía turno de tarde en la librería. A los pocos minutos, un whatsapp llegó al teléfono móvil de Patricia: «¡No me esperes para cenar! Esta tarde he quedado para ver varios pisos. A ver si alguno de ellos se convierte, por fin, en mi nueva casa». «Nadie te está apremiando para que te vayas, tonta, si no son esos serán otros», le respondió Patricia comentándolo con Juan Pe. A ella no le molestaba que Nerea viviera con ellos. Desde que sus padres se marcharon a Chile, aquel piso estaba desangelado, vacío, silencioso. Tanto Patricia como su hermano buscaban cualquier excusa para no subir si no estaban seguros de que el otro regresaba pronto o ya estaba en casa. La llegada de Nerea, su cepillo de dientes acompañando a los dos restantes, otro comensal más en las comidas que coincidían, su ropa en el tendedero. Aquella nueva inquilina llevaba poco más de tres semanas en la vivienda y ya se consideraba parte de sus elementos. No hace falta que se vaya, pensaba Patricia, recordando el whatsapp de Nerea mientras hacía la compra para rellenar el frigorífico desierto.
     Dos horas más tarde, salía con su bicicleta hacia el trabajo. Siempre hacía el mismo recorrido: tomaba Pagés del Corro, pasaba la plaza de la Virgen Milagrosa, seguía por Génova, Puente de San Telmo, Avenida Paseo de Cristina, Puerta de Jerez, Avenida Constitución, Sierpes, San Acasio y, por fin, calle Velázquez. Un trayecto dinamizado por los viandantes, ya fueran turistas que aprovechan el otoño suave para conocer la ciudad, o vecinos que retoman la rutina laboral y académica tras el verano.
     La librería en la que trabajaba era un reguero de personas que transitaban los pasillos, incluso a las tres de la tarde, cuando Patricia cruzó el umbral de la planta baja. El compañero al que ella daba relevo ya estaba preparado para marcharse y se apresuró en hacerlo cuando la vio, consiguiendo escapar de una señora que le seguía.
― Señorita, disculpe, ¿los libros de bolsillo? ―preguntó la señora a Patricia que se interponía en su camino.
― En la primera planta ―respondió ella señalando con el dedo hacia el ascensor. La señora hizo entonces una mueca de desilusión―. Suba conmigo, que voy hacia allá y si necesita encontrar un libro determinado yo le ayudo.
― Gracias, hija ―relajó la expresión de sus cejas―. Los ascensores y yo no somos muy amigos y en esta librería me pierdo siempre.
     En la esa planta, junto a las novedades, Paco Martos, repeinado y perfumado, repasaba las cubiertas y guiaba la yema de sus dedos por el título de la obra póstuma de Umberto Eco, De la estupidez a la locura. Patricia lo descubrió rápidamente entre la gente. Distinguiría a un kilómetro su camisa planchada a conciencia y el brillo de la gomina en el pelo ensortijado. Él también la reconoció. Quiso saludarla sin ser consciente de que su mano ya estaba ocupada sacando el libro de la estantería y, pese a los malabares para salvarlo del suelo, se le cayó frente a sus pies. Cuando se inclinó para recogerlo, Patricia ya se encontraba a su altura y se había doblado más rápido que él, tomando el libro y leyendo la cubierta.
― De la estupidez a la locura, interesante lectura ―sus dedos airearon las páginas del libro como queriendo descubrir en un vistazo sus secretos―. Dos estados del ser humano sin cura descubierta, por ahora. ¿Con cuál te quedarías tú?
― ¿Yo? ―preguntó Paco intentando disimular toda la estupidez que sentía en ese momento. Está claro que, en este preciso instante, con el primero, pensó―. A pesar del espectáculo que me acaba de delatar, prefiero el segundo, aunque no sea mi estado natural.
― No confundamos a los estúpidos con los patosos ―matizó ella soltando una carcajada―. Eso sería otorgarles un privilegio del que no gozan. La estupidez insiste siempre, como dijo Camus. La torpeza solo asoma en momentos puntuales, y tiene cura ―mientras decía esto alargó su mano para devolverle el libro. Al otro lado del pasillo, la señora que un momento antes había solicitado la ayuda de Patricia, volvía a demandar su atención―. Me reclaman. Si te lo llevas, ya sabes que espero una reseña del libro ―dijo esto último casi gritando mientras se alejaba dirigiéndose hacia la mujer.
― ¡Claro! ―exclamó Paco en voz alta y luego bajó la voz―. Sin problema. Aunque yo venía, en realidad, a invitarte a esa cerveza que te debo por recomendarme a Nerea para la editorial; pero soy más patoso y estúpido que loco... ¡joder!
      Paco Martos miraba a Patricia de reojo mientras ella solventaba las dudas de la señora con una paciencia infinita. Sus labios carnosos, sus manos suaves que alguna vez rozó intencionadamente, sus piernas largas bajo el uniforme, su pelo castaño, asilvestrado en el moño. Era preciosa ―pensaba él, observándola con disimulo. La señora se agarró del brazo de Patricia, de vuelta a los ascensores. Paco siguió un rato más deambulando por la primera planta y, poco después, entregó el libro de Umberto Eco al chico del mostrador de caja para que le cobrara.
     Era una tarde agitada, como casi todas en octubre. El otoño invitaba a pasear por las librerías, deleitarse con las últimas publicaciones y decantarse por una de ellas, a veces, para zambullirse en su lectura y, otras, para que adornara algún rincón de la casa. Terminada la jornada, Patricia se detuvo en una panadería cercana a la librería para comprar una barra de pan. Era un ritual siempre que a Juan Pe le correspondía el turno de cierre. Solía llegar a casa hambriento del bar en el que trabajaba y rebuscaba en la despensa trozos de pan sobrante para hacerse un bocadillo. Mejor con pan fresco que con el reseco de la mañana, le decía su hermana con voz fraternal. En esa panadería, en concreto, la última hornada salía justo cuando ella acababa, a las ocho de la tarde.
     Bicho la esperaba al otro lado de la puerta con todo el entusiasmo que sus cortas patas le permitían. Parecía un perro de esos de juguete con cuerda sobre el lomo que se ha puesto en funcionamiento al escuchar las llaves en la cerradura. Era el mejor recibimiento del mundo, sobre todo, comparado con esos otros días en los que Juan Pe se llevaba a Bicho y el piso la esperaba en absoluto silencio. Le acarició el hocico, dejó el pan en la cocina, entró a su habitación, se cambió de ropa y recogió del perchero la correa del perro para salir a pasear. Solían atravesar el puente de San Telmo y bajar al paseo para recorrerlo hasta el muelle de la sal. Allí siempre se detenían, junto a la escultura de hormigón de Chillida. Patricia se relajaba con el ruido provocado por las ruedas de las bicicletas sobre el carril de madera habilitado para ellas en el paseo fluvial. Admiraba los ojos del puente y dejaba el pensamiento libre, despreocupado del trabajo, de la distancia que la separaba de sus padres, de Juan Pe y sus líos, de Rafa y los suyos, de ella misma. A veces, en estos trayectos imaginaba historias basándose en las escenas que encontraba a su paso. Dos jóvenes amantes que se besan con disimulo para ocultar su amor, guarecidos entre las palmeras que rodean a la Torre del Oro; una chica sentada con las piernas cruzadas un poco más adelante, casi en el muelle, mirando al río fijamente, como si estuviera conversando o desahogándose con él; un hombre de mediana edad, con los codos apoyados en la baranda del puente de Triana, cabizbajo, pensativo, tal vez, ahogando sus penas en el río o lanzando un deseo a esa fuente de corriente continua, testigo mudo de todo lo que a su alrededor acontecía... Lo hacía casi sin darse cuenta, inventaba la vida de las personas que encontraba a su paso desde que era pequeña y, especialmente, se había acostumbrado a mantener aquella manía en la ruta del paseo con Bicho, ruta que ya no tomaban desde hacía unos meses, porque las obras que se estaban llevando a cabo, deslucían el trayecto. Ahora atravesaban siempre la otra ladera del río, la calle Betis. Allí se encontró con una mujer que había bajado de su bicicleta y se había sentado con un cuaderno a escribir, seguramente ―inventó ella―, porque no encontraba un rincón más tranquilo en su propia casa. Al ver a aquella mujer del cuaderno concentrada en su escritura, se acordó de Nerea. Buscó el teléfono móvil, abrió la aplicación de Whatsapp. «¿Dónde estás, perdía? Bicho y yo nos preguntábamos si te apetecería tomar algo en alguna terracita». Nerea apareció en línea. «Ya estoy en casa con el pijama puesto. Cené con Alicia un par de tapas, cerca de la editorial, y me vine para acá». ¿Cenó? ¿Qué hora era? Miró el reloj del teléfono, las veintitrés y cinco. No pensaba que fuera tan tarde. «¡Se me pasó el tiempo volando! Vamos para casa», le contestó y apuró el paso.
     Bicho entró directo al cuenco del agua, tenía sed después de la caminata. Al escucharlo se podría confundir con un cerdo que bebe de un abrevadero. Patricia también llegó con sed. Posó las llaves en el recibidor, colocó de cualquier manera la correa en el perchero y no se molestó en apagar la luz de la entrada, al contrario, se sirvió de ella para llegar a la cocina. En su recorrido sombrío, atravesó el salón y vio la puerta de la habitación de Nerea cerrada. Supuso que ella estaría dentro pero, antes de saludarla, quería hacer una visita a la jarra de agua que había en la nevera. No se percató de que su amiga estaba en una de las butacas de la terraza, con la única iluminación de una vela sobre la mesita plegable de madera que separaba su butaca de otra vacía hasta ese momento.
― Buenas noches, maitia ―escuchó al salir de la cocina.
― ¡Uy! No sabía que estabas ahí.
― Ya, no me ha dado tiempo a abrir la boca, cuando me he dado cuenta ya estabas en la cocina ―Patricia sonrió mostrándole un vaso de agua prácticamente vacío―. ¡Ah! Mira tú por dónde... ¿te queda hueco para una cerveza? ―Nerea levantó del suelo un cubo pequeño con hielo, sobresalían dos cervezas Coronita con una rodaja de limón en la boca de la botella―. Las compré de camino a casa, como sé que te gustan, creí que podríamos hacer un trueque: la cerveza a cambio de una buena conversación, como antes, como por Skype, sólo que ahora puedo oler, en vivo y en directo, esa brisa nocturna trianera de la que tantas veces me has hablado.

[Continuará]
Esta historia se traslada a su propio blog: Mañana será siempre

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