Segunda colaboración con Soraya Benítez
Su vida.
Aquella tarde ella era una sombra
que orbitaba la cuchara en la taza
para distraer los miedos.
Hilos de humo de un café recién hecho
bailaban como serpiente hipnotizada.
Rodeada de gente en una tasca cualquiera.
Así se sentía,
cualquiera.
El ruido envolvía su mesa, aunque
solo oía el silencio de la cuchara en la taza.
Pasó horas grises de su crepúsculo,
olvidada por la hora, el tiempo y el espacio,
olvidando lo que era, lo que buscaba,
tragándose a sorbos pequeños ese sabor amargo
de quien reconoce que ya no recuerda.
Pagó y salió, casi sin darse cuenta,
dentro de aquella rueda de días iguales
donde el reloj no marca,
donde el reloj no explica cuánto le queda
a esa melancolía de otoño
que sueña con ser primavera.
Y una vez más, como siempre que abandonaba su cueva,
se tropezó de golpe con el mundo.
Las calles pedregosas brillaban tras horas de lluvia.
Se acomodó el abrigo.
Tenía esa clase de frío que no se quita con la ropa.
Ni sin ella.
Las alcantarillas se ahogaban con el olvido
de un tumulto de vidas desperdiciadas,
la suya una de tantas.
Agachó la mirada
(no fuera algún rayo de luz perdido a deslumbrarla)
y continuó.
Sin saber a dónde.
Cómo.
Por qué.
Por quién.
Continuó.
Sin ella.
Vagó para que el tiempo tuviera
un trayecto sobre el que gastarse.
Y acabó en el parque donde
tantas veces el amor escribió su nombre.
Quizá, el error fue hacerlo en mayúsculas,
como en aquel banco de madera
que crujía con el peso de las penas,
fósiles de antaño.
Los besos, la alegría y las promesas,
parecían vivos nuevamente,
aunque ya no le hacían daño.
El aire, a pesar de cubrir mayo,
sopló frío.
Levantó las penas,
agitó las alegrías,
borró el beso
y se llevó las promesas.
Lejos.
Donde el mar se junta con el cielo.
Dejó caer el ayer de su cuerpo en aquel banco
abrazando el olvido de lo que fue un encuentro afortunado,
acariciando lo efímero de lo vivido con todas sus fuerzas
hasta que cesó de sangrar la pena.
Sintió.
¡Sintió!
Ese suspiro que la aurora ilumina con su efervescencia
la oscuridad perecedera.
Ese momento, ¡ese instante!
en el que incluso a ciegas
sientes el sol acariciar tu cuerpo,
y la brisa, carente de amnesias,
te susurra una vez más
"ella te espera".
Mi vida.
Su vida.
Aquella tarde ella era una sombra
que orbitaba la cuchara en la taza
para distraer los miedos.
Hilos de humo de un café recién hecho
bailaban como serpiente hipnotizada.
Rodeada de gente en una tasca cualquiera.
Así se sentía,
cualquiera.
El ruido envolvía su mesa, aunque
solo oía el silencio de la cuchara en la taza.
Pasó horas grises de su crepúsculo,
olvidada por la hora, el tiempo y el espacio,
olvidando lo que era, lo que buscaba,
tragándose a sorbos pequeños ese sabor amargo
de quien reconoce que ya no recuerda.
Pagó y salió, casi sin darse cuenta,
dentro de aquella rueda de días iguales
donde el reloj no marca,
donde el reloj no explica cuánto le queda
a esa melancolía de otoño
que sueña con ser primavera.
Y una vez más, como siempre que abandonaba su cueva,
se tropezó de golpe con el mundo.
Las calles pedregosas brillaban tras horas de lluvia.
Se acomodó el abrigo.
Tenía esa clase de frío que no se quita con la ropa.
Ni sin ella.
Las alcantarillas se ahogaban con el olvido
de un tumulto de vidas desperdiciadas,
la suya una de tantas.
Agachó la mirada
(no fuera algún rayo de luz perdido a deslumbrarla)
y continuó.
Sin saber a dónde.
Cómo.
Por qué.
Por quién.
Continuó.
Sin ella.
Vagó para que el tiempo tuviera
un trayecto sobre el que gastarse.
Y acabó en el parque donde
tantas veces el amor escribió su nombre.
Quizá, el error fue hacerlo en mayúsculas,
como en aquel banco de madera
que crujía con el peso de las penas,
fósiles de antaño.
Los besos, la alegría y las promesas,
parecían vivos nuevamente,
aunque ya no le hacían daño.
El aire, a pesar de cubrir mayo,
sopló frío.
Levantó las penas,
agitó las alegrías,
borró el beso
y se llevó las promesas.
Lejos.
Donde el mar se junta con el cielo.
Dejó caer el ayer de su cuerpo en aquel banco
abrazando el olvido de lo que fue un encuentro afortunado,
acariciando lo efímero de lo vivido con todas sus fuerzas
hasta que cesó de sangrar la pena.
Sintió.
¡Sintió!
Ese suspiro que la aurora ilumina con su efervescencia
la oscuridad perecedera.
Ese momento, ¡ese instante!
en el que incluso a ciegas
sientes el sol acariciar tu cuerpo,
y la brisa, carente de amnesias,
te susurra una vez más
"ella te espera".
Mi vida.
Comentarios
Publicar un comentario